El reciente conflicto político entre Ricardo Anaya, ex candidato presidencial del PAN, y el presidente López Obrador, tiene aristas que impiden saber quién dice la verdad.
Por una parte, es del conocimiento público que en el sexenio de Peña Nieto se toleró y fomentó una corrupción desmedida en los niveles más altos de gobierno, tanto federal como estatal, llegando incluso a señalar el entonces presidente que: “la corrupción forma parte de la cultura nacional…”, declaración a todas luces equivocada y que fue muy criticada tanto a nivel nacional como internacional, pues fue inconcebible que un primer mandatario en funciones tuviera esa percepción de la nación que gobernaba sin hacer nada al respecto.
Las acusaciones contra Ricardo Anaya surgen de esa brutal corrupción, en la que los sobornos de la compañía constructora brasileña Odebrecht duraron cerca de 30 años y se dieron a presidentes, expresidentes y funcionarios de al menos 12 países de América Latina. En el caso de México, presuntamente no sólo se dieron para que se aprobara la reforma energética promovida por Peña Nieto, sino también para obtener por adjudicación directa múltiples contratos de obras públicas que le generaron beneficios a Odebrecht por cerca de $40 millones de dólares.
Y por otra parte tenemos a una Fiscalía General de la República (FGR), cuya inexistente autonomía no deja lugar a dudas, pues basta con que el presidente López Obrador haga una mínima sugerencia en su conferencia mañanera, para que inmediatamente se abra una carpeta de investigación contra personajes críticos a su gobierno y, en cambio, ante evidencias incontrovertibles de actos ilícitos cometidos por sus familiares cercanos y miembros de su gabinete de gobierno, simplemente no pasa nada (Pío, Martín, Ramiro, Felipa, Irma Eréndira Sandoval, Manuel Bartlett, etc.).
El caso de Rosario Robles es sintomático del probable uso faccioso de la impartición de justicia por parte de la FGR, pues la acusación en su contra (ejercicio indebido de la función pública) no ameritaba la prisión preventiva pudiendo afrontar su proceso en libertad, sin embargo, utilizando una falsa licencia de conductor, que posteriormente se comprobó que fue “fabricada”, le dictaron auto de “prisión preventiva justificada”. Hoy Rosario Robles lleva más de dos años en prisión, sin recibir sentencia condenatoria o absolutoria.
Este conflicto demuestra que, lamentablemente, sin importar el partido que gobierne desde la presidencia, la corrupción sigue presente en muchos de los niveles de gobierno, y que no basta un discurso de moralidad política cuando no se soporta con acciones concretas y especificas para combatir este mal que agobia a las instituciones del país.
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